Aunque generalmente se atribuye el inicio de la guerra con armas biológicas a la Primera Guerra Mundial, lo cierto es que mucho antes los ejércitos se habían percatado del poder de los microorganismos para debilitar a las tropas enemigas.
Por ejemplo, durante el asedio tártaro a Kaffa (Ucrania) entre 1346 y 1349, los genoveses que resistían en el interior de los muros de la ciudad vieron horrorizados cómo sus enemigos comenzaron a emplear las catapultas para lanzarles cadáveres de muertos por la peste bubónica. Los tártaros lograron su objetivo y los sitiados claudicaron por la epidemia que se extendió entre los resistentes. Pero no calcularon los efectos de esta táctica y se puede decir que se les fue un poco de las manos. Algunos de los genoveses que les oponían resistencia lograron subirse a sus barcos y regresar a casa, pero ya estaban infectados por la peste bubónica, por lo que, al llegar a Génova, contribuyeron a extender una epidemia por Europa Occidental que acabó con dos terceras partes de la población.
Posteriormente se sucedieron otros casos de empleo de la biología como estrategia militar, como cuando en 1424 los lituanos lanzaron cadáveres y excrementos a los austriacos que defendían Carolstein.
El Imperio español no tardó en copiar estas técnicas en el viejo y en el nuevo mundo. Por ejemplo en 1495, en la contienda contra Francia, se dedicaron a distribuir vino contaminado con sangre de leprosos entre las filas enemigas. En América, Francisco Pizarro mandaba como avanzadilla a sus tropas un destacamento de esclavos y soldados rasos que llevaban lanzas con lienzos impregnados de secreciones de enfermos de viruela, con el objetivo de contagiar con esta enfermedad a la población indígena.
Fuentes: Historia y vida, Muy Historia
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